“otredad”, esa odiosa categoría
Una palabra que ha sido repetida hasta el hartazgo en la academia, pero pocas veces realmente dicha. La cultura occidental, en su remordimiento contemporáneo, se apropia de las categorías que antaño persiguió. Los grandes centros conceptuales fingen deshacerse en pequeñas partículas epistemológicas que revolotean en torno a las víctimas de la razón universal: el otro, el bárbaro, el salvaje, los individuos monstruosos, las alteridades étnicas, socioeconómicas y sexuales. Así, el concepto “otredad” engloba una serie de desviaciones a la norma que la modernidad tardía aprecia con exotismo intelectual, a la manera de objeto (fetichizado) de conocimiento o de producción artística, donde no deja de ocupar el lugar de materia bruta. De este modo, Occidente finge estéticamente su propia autocrítica (aun si cree en ella) y se transforma en una máquina-de-consumir-alteridad, mediante sus distintos mercados tentaculares.
Por tanto, asistimos a una revalorización hipócrita de los sujetos marginales que transitan al borde de la legalidad o incluso la desafían. Hipócrita porque, en su materialidad fonética, esa nueva expresión no deja de ser una farsa, una máscara que el carnaval de la razón se pone para celebrar el breve reinado del Diablo.
Otredad con O mayúscula
Cuando leí por primera vez Alicia en el País de las Maravillas, de adulto, sentí náuseas. Lo que yo pensaba que era un viaje inocente e infantil por un mundo encantado resultó ser una dura lección de Otredad. Los encuentros de Alicia con los habitantes de Wonderland son tensos e incómodos en extremo; exceden las convenciones lógicas de toda conversación aceptable entre iguales, al punto de producir al lector un dolor de cabeza que delata su nerviosismo interior. Durante la travesía, el cuerpo de Alicia muta de manera arbitraria, los fundamentos de la lógica —que Lewis Carroll, como matemático, conocía tan bien— son desbaratados por personajes mentalmente desequilibrados y violentos: la Liebre de Marzo delira durante la fiesta del té, la porcelana estalla una y otra vez contra la pared, un bebé asume la forma desagradable de un cerdo. Es más, con la excepción del Gato de Cheshire, Alicia no logra hacer un solo aliado en ese mundo de maravillas, tampoco le interesa. Leemos diálogos hostiles, cargados de desprecio e insultos, una competencia de intelectos estropeados, dispuestos a defender sus caprichos mentales a costa de toda cortesía o respeto mutuo. “¿Es que eres estúpida?” “¡Que le corten la cabeza!” Desesperación del lector frente a la Oruga que fuma, su espantosa senilidad.
Uno de los momentos que mejor ilustra el ambiente ominoso de la novela es cuando Alicia visita a la Tortuga Artificial, un personaje que deriva de un popular plato inglés, la sopa de tortuga, en este caso hecho con cortes baratos. Luego de discutir con Alicia, la Falsa (Sopa De) Tortuga, que no para de llorar por su condición imitativa, entona una canción saturada de melancolía:
Hermosa sopa, en la sopera,
tan verde y rica, nos espera.
Es exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
Luego, mientras Alicia abandona el lugar, todavía se escucha el eco de los angustiosos versos de la Tortuga:
¡Soooo-pa de la noooo-che! ¡Hermosa, hermosa sopa!
The Gryphon and the Mock Turtle, illustrated by John Tenniel
Me fascina imaginar esta escena (cuando no toda la película) dirigida por David Lynch. La Falsa Tortuga, en este caso, caracterizada como un tétrico cantante de jazz, una de esas entidades mitológicas que encierra el mundo pesadillesco de Wonderland, un anti-espacio semejante a la Habitación Roja de Twin Peaks (1990), no-lugar donde la lógica abyecta de los sueños ocupa el trono de la conciencia adormecida.
¿No nos recuerda también esta Falsa Tortuga, su siniestra parodia existencial, a la icónica escena de Mulholland Drive (2001) en la que Rebeca del Río interpreta “Llorando” para el Club del Silencio? ¿No es esta también una falsa función en la cual el presentador nos ha advertido, desde un principio, que lo que vamos a oír es una ilusión, es decir playback, puesto que “no hay banda”? “No hay sopa”, parece decirnos, con negra melancolía, la Tortuga Artificial.
Al igual que con el resto de los habitantes de Wonderland, el lector burgués no tiene anclaje psicológico ni moral para desactivar el efecto perturbador que le produce la Falsa Tortuga, puesto que las convenciones que rigen el mundo de las maravillas son hostiles al encadenamiento axiomático de la lógica moderna. Sin embargo, la misma existencia de tal alteridad supone una amenaza para nuestra cosmovisión, en tanto su extraña forma de razonar distorsiona el principio de coherencia que rige el discurso de nuestra conciencia. Por eso aflora la angustia, puesto que se abre una herida (un hondo presagio) a partir del cuchillazo lingüístico del malentendido. De repente, descubrimos que siempre ha existido un mundo irreconocible que pone de cabeza al nuestro. Sus habitantes están locos, pero sus extravagancias forman un sistema. Y eso, a la razón occidental, le resulta insoportable.
Alice in Wonderland (1903) [Silent Movie]
¿En el país de los ciegos el tuerto es rey?
The Wicker Man es un ejemplo paradigmático de la locura hecha comunidad. La historia comienza cuando el sargento Howie, como representante del orden religioso-civil, acude a una comunidad isleña en Escocia para investigar la desaparición de una niña. Sin embargo, desde el momento en que penetra en el territorio insular (¿es realmente él quien penetra en la isla o la isla quien penetra en él?), irá contemplando, con gradual extrañeza, que la población no parece guardar respeto alguno por los valores cristianos. Semejantes a las contraculturas hippies de los 60, los habitantes del pueblo viven con cierta liberalidad, de acuerdo a ritos y códigos morales propios, los cuales aparecen enraizados en el folclore pagano.
A lo largo de la película, somos testigos del reiterado fracaso del sargento por intentar obtener información sobre la niña, así como por lograr la obediencia policial de parte de los isleños, quienes se muestran, a los ojos del detective, cada vez más grotescos y libertinos. Y el gran mérito de la película es ese: encerrarnos a los espectadores –y no dejarnos salir– en la mirada de su protagonista.
Aunque The Wicker Man realiza una crítica mordaz a la racionalidad occidental, no ofrece ningún tipo de concesión a la alteridad. La comunidad isleña es, de principio a fin, una población aberrante. Sus costumbres y prácticas sociales, incluso las de los niños, están marcadas por la abyección. En todo momento se nos presentan como personajes siniestros, indescifrables en su comportamiento. No tenemos posibilidad alguna de identificarnos con ellos, puesto que están construidos para generar rechazo en el policía y, por extensión, en el espectador. Al estar vaciados tanto de una psicología como de una subjetividad moral, la única forma de comunicación que tenemos con esa gente es a través del cuerpo: cobran particular importancia los estímulos eróticos y emocionales que producen movimientos de atracción y repulsión (terror) en el ojo civil. A pesar de ello, sus proyectos nos resultan inaccesibles, en tanto somos incapaces de desenmascarar la causa del efecto espeluznante que nos sugiere la retorcida moral isleña.

El espectador padece, junto con el sargento Howie, la soledad de la racionalidad occidental. Las extravagancias de la aldea no parecen obra de un par de locos; por el contrario, forman un folclore densamente articulado, a partir del cual sus habitantes alcanzan el arte del mito y la conspiración. De esta manera, el rostro del Otro se multiplica y se transforma en verdad, en tanto el delirio se vuelve canto colectivo, un verdadero carnaval de máscaras. Como Wonderland, la isla no puede reducirse a un solo rostro: es la suma de todos sus ciudadanos, una alianza de desquiciados que juntos son maravilla (wonder). Aquí no hay vacío institucional (hay escuelas, hay comercio, hay corte), solo una gran burocracia trastornada.

El mayor logro de la película reside en hacer que el espectador no pueda empatizar con ningún personaje de la isla. Estamos anclados a los prejuicios y torpezas del sargento Howie, queremos que su pesquisa triunfe y restaure, en esa ciudad despreciable, la moral cristiana. Orden, progreso y justicia: espeluznante ausencia de los valores occidentales en la máscara de la Otredad. Sin embargo, al mismo tiempo, nos damos cuenta de lo estúpido que resulta este posicionamiento, en tanto, como le pasa al sargento, nos convertimos, por exceso de confianza, en las víctimas perfectas de la barbarie colectiva. Al considerar infranqueables los límites de la razón, Occidente comete un pecado de etnocentrismo. Howie subestima la coherencia interna (y, por ende, el alcance práctico) del salvajismo colectivo. Cree ya superadas algunas pulsiones que todavía florecen en las enredaderas mentales. Los habitantes del pueblo forman, con sus retorcidos ritos, un sistema de pensamiento válido; sus delirios están articulados con tal fineza que alcanzan, en la visión de conjunto, la consistencia de toda verdad.
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Por lo tanto, podemos afirmar sin mentir que, en la isla, siguen viviendo los antiguos dioses. Estamos en un mundo de maravillas, ante una moralidad Otra, inteligentemente distribuida en cada partícula de la región. De hecho, una de las sensaciones más recurrentes que nos produce la investigación del sargento Howie es la de claustrofobia. Padecemos –¿anticipación de su destino sacrificial? – la falta de aire, puesto que parece no haber espacio en esta aldea para la razón moderna. Nadie habla con acento inglés. Dios ha muerto. Mientras un coro canta alabanzas a la tierra, la náusea sube hacia la cabeza, y los pensamientos arden como mimbre en la fiebre.
Texto: Marcos Liguori (2025)
Película: The Wicker Man (1973), de Robert Hardy
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