Paris, Texas (1984): la herida del lenguaje

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Paris, Texas

Los textos que quieran relacionarse con obras de arte han de hacerle decir a estas últimas otra cosa; si no, más valdría tirarlos al fuego. Así, quiero hablar –mejor dicho, quiero que Paris, Texas hable– sobre el lenguaje, porque es una cinta que, de manera desgarradora e hipnótica, plantea la imposibilidad de las palabras para restituir aquello que perdimos.

Sylvia Plath, en uno de mis poemas favoritos, formula la siguiente pregunta: “¿Qué ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?”. La cuestión es más interesante y trágica en inglés, puesto que el verbo enmendar reemplaza al original patch, que refiere a la acción de parchar una prenda. Entre enmendar y parchar hay un abismo filosófico enorme, y según elijamos uno u otro término, tendremos dos lecturas distintas de Paris, Texas. Yo, que siempre tendí al patetismo, prefiero esta última. Con tal ánimo, al retirarse de la sala de cine, mientras de fondo suenan los créditos, el espectador cabizbajo tendrá una pregunta dándole vueltas: ¿ha podido el lenguaje parchar todo este estrago? 

Mi respuesta ya la adelanté. Tanto el verso de Sylvia Plath como el largometraje de Wim Werders constituyen una ardua reflexión sobre el fracaso del lenguaje para sanar una herida, restaurar una historia, resolver cualquier asunto pendiente: es imposible, con el mero arte de la palabra, recuperar el tiempo perdido. Si queremos buscar en Paris, Texas la restitución de un núcleo familiar, la tramitación de un trauma, el reencuentro feliz de dos amantes en el recuerdo, el resultado será predecible, y no valdrá la pena. La memoria tiene precipicios imposibles de sortear; el secreto está en saber usar esa maldición a nuestro favor. 

 

Del silencio al verbo

Travis camina por el desierto. Se ha quedado sin palabras. Ni siquiera recurre al balbuceo. Ese hombre ha transitado por alguna clase de muerte, y no hay pregunta que podamos formular para entender el negro tormento que se esconde bajo su cuerpo escuálido, de traje mugriento y gorra roja. Si, en cambio, queremos sentir algo del infierno que atravesó, podemos mirar sus frágiles ojos, su expresión muda, perdida, con el alma fija en el horizonte, hacia esa nada desértica que promete un descanso del horror.

Travis emprende un viaje hacia la recuperación de la palabra, un viaje en el que la familia juega un papel central. Como un niño, va aprendiendo de a poco, de a sílabas, los resabios de su vida anterior. Sin embargo, existe algo incómodo en ese hogar de oraciones y frases cortadas. Nadie parece comunicarse realmente. El verbo se encuentra en un campo extraño, ajeno, en tanto su arte se muestra estéril. Esta fragilidad, unida a la ternura que nos provocan las debilidades humanas, aparece materializada en una escena, mejor dicho, en una palabra, dirigida de un padre a un hijo, recitada magistralmente por un Harry Dean Stanton cuya actuación logra algo irrepetible: “Hola”.

La reconciliación y el reencuentro se dan por medio más eficaces. Se apagan las luces y en la pantalla comienzan a proyectarse recuerdos de una vida anterior, tan antigua como el nacimiento del mundo. Allí donde las palabras nada pueden hacer, el silencio y la imagen se alían para producir un instante armónico en medio de la desolación. Ni una sola frase. Solo rostros y cuerpos brillando en la oscuridad, como siluetas que se desplazan con el mar de fondo. La enorme boca, los gruesos labios de Nastassja Kinski forman una sonrisa salvaje bajo los rubios rizos que se agitan al andar de un viento caótico. Su presencia festiva irrumpe en la memoria gris con el dolor de un cuchillo manchado con miel. De fondo suena una canción mixteca: quisiera morir de sentimiento….  

 

Este es el momento más feliz de Paris, Texas; su milagro. La única reconciliación posible entre el pasado de Travis y cualquier idea de porvenir se da muda en este movimiento de imágenes lejanas que, por la magia de una videocámara, devuelven al pecho un destello de felicidad, junto con el oscuro recordatorio de la situación actual. Al ver a Jane, Travis baja la cabeza, no puede soportar el impacto de su luz, pero lentamente se irá acostumbrando. Hacia el final de esta escena, padre e hijo ya estarán reunidos, no necesitamos ninguna conversación entre ellos para darnos cuenta. Basta solo apreciar la tímida cercanía de sus cuerpos. 

 

¿De qué nos habla Travis?

Uno podría caer en la tentación psicoanalítica de pensar que, si Travis ha recuperado la voz, es porque sus traumas han empezado a ser tramitados. Habría un comienzo de recuperación en la psiquis del sujeto que, dado que puede empezar a hilar acontecimientos pasados y presentes, ha sido capaz de establecer una unidad identitaria.

Sin embargo, postular semejante hipótesis sería desoír las palabras del propio Travis. El hombre de apariencia domesticada no se encuentra por ello un paso más lejos de la desesperación, es más, sobre él acechan doblemente los dolores del abismo, puesto que ahora tiene que mantener los modales hogareños, adoptar una pose de sobriedad acorde a su nueva condición. Cuando Travis habla, su voz no nos conduce a ningún lugar armónico, sino a desiertos, espacios donde conviven la crueldad y la desolación.

Travis nos habla, casi obsesivamente, de Paris…, Texas. Mientras la mayoría de las personas tienden, movidos por su narcisismo, a situar su genealogía en ricos continentes o nobles linajes, Travis elije una parcela de tierra en la que no hay nada, solo desierto. Allí, nos dice, sus padres hicieron el amor, y de esa materia salió él. Extraña mitología que explica el nacimiento de la desdicha, de su existencia precaria. Con su relato, Travis parece afirmar que no es más que un cacho de desierto, una tierra estéril que su padre, con cruel ironía, comparaba con París. Lo que es otra forma de decir yo no soy nadie. 

 

Este contraste entre belleza y desolación, entre crueldad y ternura, entre el amor romántico y los bajos instintos, nos habla de polos opuestos que no pueden ser reconciliados, pero sí tolerados en las mesetas sureñas de Estados Unidos, en una existencia paradojal y dolorosa. Y eso es lo que hace Travis con el lenguaje: no restituye, sino que expresa contradicción, fragmento, rotura. Sus relatos están más cercanos al desvarío que a la narrativa estable, transitan por esa hipnótica monotonía de las rutas norteamericanas. Son la combinación destructiva de dos mundos de intensidades contrarias y contradictorias: París, Texas.

 

La búsqueda de la madre

Si Travis se parece a esas viejas mesetas norteamericanas, al desierto maltrecho en medio de la nada, Jane porta la altivez y la gloria de París. La belleza salvaje de un águila acudiendo a posarse sobre un arbusto: joven, robusta, desbordante. La huella que imprime en el alma de padre e hijo es misteriosa pero profunda, reconocible, omnipresente. Ambos salen a cazar su idea como si se tratara de su salvación. 

 

 

Sin embargo, en la tierra de los contrastes, la belleza se entrelaza a la lujuria; los afectos más suaves conviven con instintos violentos y precarios. La imagen de un cartel de neón, probablemente un motel, titila al borde de la noche. La figura de la madre no es un hogar hacia el cual volver, sino una bestia que capturar, un tigre esquivo al que hay que intentar, cuidadosos, seguirle el rastro.

Jane, la madre, el arquetipo de mujer, es una prostituta. Gran herida al narcisismo de Travis, sí, pero una hermosa imagen de la devastación, que, contrario a lo que se piensa, deslumbra cierta esperanza, pues nos enteramos que la belleza es un huésped asiduo de los suburbios. El mal gusto y la pornografía, en un peepshow, pueden crear una habitación que encierra las dimensiones del alma. 


 

Un dialogo entre dos extraños

Tras el impacto visual que le produce Jane, ese animal rubio de intensos atavíos, Travis responde con el silencio. Este comportamiento, que recuerda a su andar por el desierto, es un último resabio, el último acto de su vieja identidad. El largo silencio que se da entre la prostituta y el voyeur es la única comunicación sincera que mantienen estos dos personajes; a partir de allí, se dará comienzo a la ficción, a lo otro.

Luego de un gran esfuerzo por evitar el derrumbe, Travis cuenta una historia. Él, por supuesto, habla en tercera persona. Esto nos da una pista de cuán asombrosas son las artimañas del lenguaje, no para sanar o reconciliar a un sujeto con su identidad, sino para fugar, escapar, trazar destinos impensados. Al decir de Emilie Autumn: She speaks in third person / So she can forget that she's me.

Así, Travis (¿es Travis el que habla?) no se dedica a llenar un agujero biográfico (lo que devolvería la calma al espectador), sino que ni siquiera interesa la veracidad de esa historia. Lo que hace es narrar, es decir, mentir, dar cuenta del desgarramiento interno tomando las vestiduras de un otro, la única forma en que es posible hacerlo. De este modo, Jane no se conmueve por la coincidencia del relato con su vida pasada, sino por la intensidad que desprende esa voz, por el eco de su sentir en la tragedia narrada. Los ojos de Penélope solo pueden reconocer a Odiseo en su forma de mendigo. Y ese es el gran logro de la película, la divina distancia que, mediante una vidriera de cabaret, separa definitivamente a los amantes, y permite el milagro telefónico. 


La conversación que mantienen los dos protagonistas es tan pero tan bella, que sería ridículo parafrasearla. Solo basta señalar que no se trata de un encuentro, de una reconciliación, ni siquiera de un acto comunicativo. Por el contrario, esa conversación hace posible la aniquilación de la memoria y el triunfo del olvido. La idea neurótica que ambos tenían del otro dando vuelta por su cabeza los convertía en seres menguados, sombras de sí mismos. Es en este sentido que Jane le confiesa a Travis, pronunciando la frase más desgarradora de la película, “todos los hombres tenían tu voz”.

 


Ambos necesitaban, mediante la herida del lenguaje, a través de sus equívocos, de su capacidad para el daño y la separación, la estocada final, el cuchillazo lingüístico de la incomunicación. Los seres humanos no hablamos para acercarnos unos a otros, sino para establecer distancia; si careciésemos de palabras, viviríamos en el abrazo. El tenerlas, sin embargo, es una agradable maldición. Masoquistas, los espectadores no anhelamos en ningún momento el encuentro de la pareja, mucho menos su beso; nos complacemos en la muralla que los separa, en la distancia abismal que existe entre los dos, en la intermitencia de sus almas. No hay mayor acto de amor que dejar el teléfono colgado, y retirarse definitivamente.

 



¿Reencuentro?

Dos animales rubios, unidos por la circulación de la sangre y de la raza. Madre y cría no tienen nada que decirse, no necesitan de las palabras, porque se reconocen en su desconocimiento. El vacío es una parte capital de su historia, y de esa negrura está tejido su lazo de amor. No hay ningún vínculo que restaurar, ni tiempo perdido que reponer. De ahora en adelante, será todo posibilidad, vida nueva, desierto.

 
Al pie del edificio, bajo la verde sombra de la muerte, Travis contempla a las dos criaturas. Su tiempo se ha consumado, y tras la irreparable herida de su espíritu, tras la cansada conciencia de una vida anterior, le espera el consuelo de la soledad, la agridulce resignación que brinda el sacrificio. A través del lenguaje, Travis se ha vuelto otro, un completo extraño, sin vínculos ni ataduras, errante como esas rutas norteamericanas en las que, al lado del camino, se esconden oasis como Paris, Texas. 

 

Texto: Marcos Liguori (2023).

Película: Paris, Texas (1984), Wim Wenders.

 

 

 

 

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