Lost in Translation (2003)

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Cuando la propia identidad se desdibuja, los signos externos se vuelven incomprensibles, pero a la vez se hacen cada vez más concretos en su extrañeza. Se comienza a entender, con cierto hastío, que las cosas hablan un idioma que no conocemos. Que estamos fuera de foco, desorientados. No sabemos qué hacer. El medio externo brilla en su estupidez, plagado de caracteres extraños que no nos interesa descifrar, porque no podemos, ni tampoco queremos. Nos volvemos narcisistas por impotencia. Nuestro mundo se reduce, y nosotros con él, hasta que queda una cansada conciencia de lo intraducible. Una sutil y suave inmersión en la pérdida de significado. 

Si encontráramos, por casualidad, a alguien perdido en las mismas circunstancias, que hable nuestro mismo idioma, no nos atreveríamos a vivir una historia de amor. Nos miraríamos impotentes, como dos espejos, sin saber bien que hacer. De nuestros labios no saldrían palabras apasionadas, sino apenas un susurro (alegre-triste) al oído, testimonio de una soledad compartida, que es una doble soledad. ¿Hay, en ese mutuo entendimiento, algún consuelo? Yo no lo veo. La sonrisa final me pareció una amarga y frívola derrota. Las últimas palabras que se ven son las de los carteles en los edificios, símbolos ininteligibles y ajenos.

Texto: Marcos Liguori (2020).

Película: Lost in Translation (2003), Sofia Coppola.  
 


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