Sobre el capítulo final de Los Soprano: Todo es una Gran Nada

¿Qué es la terapia sino el revoloteo de una mosca sobre la inevitable idea de la muerte? En esta vida, nada permanece. En un instante, todo lo que nuestra memoria ha recolectado en las intrincadas habitaciones del cerebro, esos largos años de sensaciones, emociones y experiencias heredadas a través de un mundo sentido como real, se apaga definitivamente. Frente a tal condición, solo queda el residuo del lenguaje, en el diván, para intentar adaptar un sistema de pensamiento que ya no posee las antiguas estructuras religiosas que lo sujetaban al mundo y evitaban el pánico frente a la muerte. Seamos honestos, la terapia es otra forma de masturbación, pues al final no llegamos a nada. Porque la nada es todo lo que hay.


Frente a ese destino, el lenguaje sufre una fuerte devaluación, dada su falsedad. ¿Qué es un verbo comparado a la descomposición de la carne? Fuera de su margen operativo, de su carácter empresarial, es decir, de su eficacia para hacer negocios, el lenguaje es simplemente inútil. Esa Gran Nada* que ilustran los cuadros de Rothko nos absorbe en una dimensión real en donde solo funcionan el dinero, la violencia y las relaciones de poder en distintas instituciones, entre ellas la familia. Son solo negocios, intercambios comerciales de gestos afectivos. Abrazo mafioso a la italiana.

Sin embargo, así como el universo surgió del movimiento de una singularidad en pleno reposo, es decir, de una Gran Nada preñada de galaxias, el mundo anodino de la modernidad engendra, como si de un espejo se tratase, el imaginario de la angustia en el sujeto. El miedo a morir, la violencia familiar, el rutinario sin-sentido de esta comunidad de primates tardo-capitalistas, concentra en su ánima negra una plaga de sueños, símbolos y fantasmas alegóricos que merodean esta ciudad desencantada.

De esta manera, una situación trivial, incluso en la más banal de las existencias posibles, cobra un sentido casi metafísico (negativo), porque cualquier forma de vida puede –y debe— ser analizada simbólicamente, como si de un limbo se tratase, debido al gran vacío de fondo que la sustenta. Una virgen aparece en un bar de strippers; los patos abandonan la pileta de Tony, el jefe de la mafia ítalo-americana, que ahora va a terapia.


Mediante este mecanismo, entonces, hay que leer la última escena de Los Soprano. La cuestión no es si Tony fue o no asesinado, eso no tiene importancia. Mucho menos el autor del supuesto crimen. Lo que hay que dilucidar, por el contrario, son las banalidades que preceden y decoran el apagón final, el advenimiento de la Gran Nada.

El último capítulo de Los Soprano culmina en un restaurante familiar de medio pelo, durante la noche. Cuadros de jugadores de futbol americano en la pared, ambición frustrada de Tony en sus años juveniles; un público variado de clase media comparte conversaciones entre gaseosas, helados, café y risas. A la izquierda de Tony, se encuentra un viejo reproductor de canciones. Tony elige, dentro de la variedad de pistas disponibles, curiosamente, “Don’t stop believing”.


Dont stop believing. Un título singular; como si se nos recordase que, en el cuadro de la Gran Nada, estamos condenados a seguir creyendo, aunque sea en nuestro nihilismo. La escena es claustrofóbica, irreal, paranoica. Tanto la iluminación como la precariedad del bar dan la impresión de un espacio reducido, de un infierno a puerta cerrada. Quizás no tan cerrada. Cada vez que se abre la puerta, suena una campana, Soprano alza la vista y sospechamos en ella la bala final que liquidará a Tony. La muerte es así, no es algo grandilocuente, sino que nos acecha en todo lugar y en todo momento. Lo que imaginamos nuestro gran final sucederá de un modo inadvertido y cotidiano. Quizás ni siquiera nos demos cuenta. ¿Por qué no?

Como dije, hay cierta sensación a purgatorio en este restaurante. Los clientes, incluso los más inofensivos, se ven amenazadores. Cada gesto es parece decir algo más. Tony sigue alzando la vista, cada tanto, con sospecha paranoica. Pero no es algo de esta noche, no. Parece más un gaje del oficio. Porque, a decir verdad, ¿realmente necesitamos que detrás de esta velada haya un sicario? ¿No será nuestra imaginación? ¿Importa si lo hay?

Para ponernos más tensos todavía, Meadow no puede estacionar su auto correctamente. Maniobras inútiles para llegar al reencuentro con su familia. Tarde. Rezagada. La menos Soprano de los Soprano. ¿Es simple torpeza o es el presagio de un final trágico? ¿Será que ella no puede encajar del todo en el código familiar de la mafia? ¿O será que tampoco sobrevivirá en un mundo de semejante violencia?

Nuevamente, como en la terapia, ni la respuesta ni el desenlace importan, porque no existen: al ser completamente inciertos, ya los sabemos. Ya sea hoy, mañana, o en cincuenta años, lo que nos espera es el encuentro repentino con un gran vacío semántico. La Gran Nada. La pantalla negra en el momento menos pensado, tal vez escuchando distraídamente una canción, haciendo zapping, mientras tarareamos, como una plegaria inconsciente al tiempo, “don’t stop”.

 



Texto: Marcos Liguori (2025)

*La Gran Nada, the Big Nothing, es un concepto introducido por Livia Soprano, madre de Tony, en una conversación con su nieto (click para acceder al video). 

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